Había una vez dos hombres, el
señor Wilson y el señor Thompson; los dos se encontraban gravemente enfermos en
la misma habitación de un hospital, bastante pequeña por cierto, solo había
lugar para las dos camas, una puerta que daba a un pasillo y una ventana que se
habría al mundo exterior. Como parte de su tratamiento, Wilson debía permanecer
sentado en la cama durante una hora todas las tardes, para drenar el líquido de
sus pulmones. Su cama se encontraba junto a la ventana. Pero Thompson debía
permanecer acostado durante todo el día. Los dos tenían que estar quietos y en
silencio, razón por la cual se encontraban en la pequeña habitación. Estaban
agradecidos por la paz y la privacidad que había en el lugar, y porque estaban
alejados de todo bullicio, los ruidos y las miradas entrometidas habituales en
la sala general. Por supuesto, debido a su condición no se les permitía hacer
mucho: no podían leer, escuchar radio ni mirar televisión. Debían permanecer
quietos y en silencio. Sin embargo, solían charlar durante horas acerca de sus
esposas, hijos, hogares, trabajos, pasatiempos, infancia, de lo que habían
hecho durante la guerra, y a donde habían ido de vacaciones. Cada tarde, cuando
Wilson debía permanecer sentado en la cama durante una hora, como parte de su
tratamiento, pasaba el tiempo describiendo lo que podía divisar a través de la
ventana. Al escuchar sus comentarios, Thompson comenzaba a vivir aunque más no
fuera durante esas horas.
Aparentemente la ventana daba a
un parque con un lago, donde los niños alimentaban a los patos y cisnes,
veleros de juguetes surcaban la aguas y jóvenes enamorados caminaban tomados de
las manos bajo los árboles, podía observarse la magnifica vista de la ciudad.
Thompson escuchaba los comentarios de Wilson, y disfrutaba cada instante: “un
niño que casi cae al agua, hermosas niñas con su vestidos de verano, un
emocionante juego de pelotas o un niño que jugaba con su perrito.” Era como si
pudiera ver lo que ocurría afuera. Una tarde en que había una especie de
desfile, un pensamiento lo turbó: “¿Por qué Wilson, que se encontraba junto a
la ventana, podía disfrutar al ver lo que ocurría afuera? ¿No debería yo tener
la misma posibilidad?” Se sitió avergonzado y trató de no pensar en eso, pero
cuando más lo intentaba, mayor era su deseo de experimentar un cambio. ¡Algo
tenía que hacer! Al cabo de unos pocos días se había llenado de amargura. El
debería estar junto a la ventana. Meditaba con cierta melancolía. No podía
dormir y aún su salud empeoró gravemente. Los médicos no podían comprender lo
que sucedía.
Una noche, mientras Thompson
tenía la vista fija en el techo, Wilson despertó de repente, tosía mucho y se
ahogaba, los líquidos congestionaban sus pulmones, sus manos buscaban el timbre
que traería a la enfermera de noche inmediatamente. Thompson miraba inmóvil. En
la oscuridad. Wilson tosía cada vez más. Luego su respiración se detuvo. Pero
Thompson siguió con la mirada clavada en el techo.
A la mañana siguiente la
enfermera de día que entró en la habitación con agua para bañarlos, encontró a
Wilson muerto. Retiraron su cuerpo silenciosamente.
Cuando le pareció apropiado,
Thompson solicitó que lo ubicaran junto a la ventana. Así lo hicieron,
dejándolo cómodo y sólo para que pudiera descansar. En cuanto las enfermeras se
retiraron, con gran esfuerzo y dolor se recostó sobre un codo para mirar a
través de la ventana. ¡Solo se veía una pared blanca!
Nuestra actitud frente a la vida
es la que marca la diferencia en el mundo: algunas personas encuentran una
pared blanca y solo ven pintura seca y descascarada; otras, en cambio, ven
hermosas oportunidades y un gran abanico de posibilidades. ¿Cuál es nuestra
actitud hoy? En Dios hay esperanza. Con Él tenemos la capacidad para comprender
que, aunque las circunstancias que enfrentamos no sean un lecho de rosas, Dios
reina en nuestra vida con victoria.
Bendeciré
a Jehová en todo tiempo;
Su
alabanza estará de continuo en mi boca.
Salmo
34:1
Tomado
del libro Conectado con Dios.
Autor: Jim Burn